RDN Cultura - Nro.12
LOS FUNERALES DE MI PUEBLO
Si hay un tema que muchas personas evitan es el de la muerte y todos los actos que derivan de ella en nuestra y otras sociedades. Yo soy nacida y criada en Caracas, específicamente en la popular zona de Catia, al oeste de la ciudad. Mis padres son nacidos en Caracas también, pero su ascendencia familiar no. Mis abuelos maternos eran de La Victoria, estado Aragua y mis abuelos paternos de San Antonio, estado Táchira.
Mi familia materna es numerosa, inmensa. La cabeza de familia, mi abuela Josefa (bisabuela), llegó a conocer hasta tataranietos. Se pueden imaginar las historias sin fin que se pueden derivar de una familia tan grande.
Por ser numerosa, también sus acontecimientos son variados y cuantiosos: bodas, quince años, nacimientos, navidades con Niño Jesús, Año Nuevo y Reyes Magos; celebración de bodas hasta de aluminio y por supuesto, fallecimientos. Les voy a narrar como recuerdo algunos funerales de mi pueblo.
Al conocer sobre el fallecimiento de mi abuela Josefa, un gran dolor embargaba a toda la familia Rodríguez, Martínez, Ríos, Morales y demás amigos, pues en 90 años de vida y con la manera de ser de mi abuela, los amigos se vuelven familia.
Era inminente, debíamos ir a La Victoria. Llegamos a casa de mi abuela Carmen (madre de mi madre) y nos instalamos. Había que descansar porque la jornada del día siguiente iba a ser medio intensa.
En la mañana siguiente, luego de desayunar, nos fuimos al centro de la ciudad para ir a la funeraria “que está frente a la casa de Elizabeth” (era la misma funeraria de años anteriores con otros fallecidos de la familia, es decir, la de siempre).
Esta funeraria estaba haciendo esquina en una calle angosta, como las calles de los pueblos de Venezuela, con la casa verde de Elizabeth (una prima) en frente y una licorería cerca.
Hicimos la visita a casa de la prima, prima que no supe quién era hasta ese día cuando nos vio y dijo “ustedes son las hijas de Coro ¡Qué grandes!”. Cruzamos la calle y llegamos a la capilla en donde estaba mi abuela. Al cabo de unos instantes ya la funeraria estaba full y sólo estaba mi familia hasta ese momento.
Llegaron mis tías abuelas con sus hijos y nietos, la gente se abrazaba porque tenían muchos años sin verse y ese fue un momento de reencuentro. Llegaron primos que se auto presentaban y decían “yo soy fulanito, hijo de fulano, es decir, tu primo”; la cosa parecía un ritual.
Al cabo de unas horas, luego de mediodía, la gente iba y venía constantemente. Se podían conseguir en la licorería contigua y a medida que se acercaba la noche, seguía llegando más gente.
Así pasaron los 2 días que duró el velorio de “Fefa”, como llamaba mi abuelo Cristóbal al amor de su vida.
Mis tías abuelas, todas con palabra ligera a los chistes, llegaron a contar cómo se metían en capillas equivocadas (ya llenas) a preguntar sobre otros fallecidos y a tomar café, terminaban conociendo la historia completa. Una de ellas llegó a uno los pasillos y se sentó por equivocación en una urna, cosa que pareció muy gracioso en el momento, porque salió pálida del dichoso pasillo.
No sé si quizás fue el dolor de perder al ser que levantó con mucho esfuerzo a toda una familia, pero ese día hubo lágrimas y risas, amargo y dulce hasta el momento de su sepulcro. Luego de los actos fúnebres, todos nos fuimos a casa de mi abuela y entre comida, una que otra bebida espirituosa que hace aflorar los sentimientos, alegrías y rencores de años, secretos bien guardados hasta ese momento y despedidas forzosas, agradecimos a Josefa por todo lo que hizo en vida.
Los católicos rezan, algunos de nuestros pueblos originarios comen las cenizas de sus fallecidos, otros cantan y bailan, pero así fueron los funerales de mi pueblo.
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